4 de mayo de 2017
El primer signo vino del cielo. No tanto del cielo en términos religiosos o mitológicos, sino más en el estilo de las historias de la Guerra Fría (o de las guerras calientes de hoy en día) que arrancan con un satélite descubriendo un submarino nuclear donde no debería.
Sucedió en la penúltima semana de noviembre, cuando los satélites empezaron a tomar fotos de los aparcamientos de los centros comerciales de Estados Unidos. Las imágenes fueron transferidas a la empresa californiana Orbital Insight, que es capaz de detectar la evolución de la industria de la construcción en China observando las nuevas viviendas que aparecen en las fotos de los satélites y determinando, en función de la sombra de los edificios, su altura, características, y ritmo de edificación. Suena a ciencia-ficción, pero no lo es.
El 9 de diciembre, JP Morgan Chase, el mayor banco de EEUU, publicaba un informe titulado Datos de imágenes por satélite indican debilidad en la actividad en los lugares de ventas minoristas en EEUU. Era la conclusión obtenida tras examinar 284.000 fotografías hechas por satélites capaces de distinguir cualquier cosa de más de 50 centímetros, y comparadas a lo largo de tres años. ¿La clave? Los aparcamientos de los centros comerciales, grandes superficies y, en ocasiones, incluso tiendas pequeñas pero que, debido a su carácter emblemático -como las de Apple y Zara en la Quinta Avenida neoyorquina, por ejemplo- pueden ser consideradas oráculos de la evolución futura del sector .
Con tan básico elemento, JP Morgan -una de las 70 empresas financieras que son clientes de Orbital Insight, que también trabaja para el Gobierno de EEUU- diseccionaba en su informe la actividad de las grandes superficies estadounidenses con un detalle tal que el informe parece la versión de Wall Street de un cuento de Jorge Luis Borges. Tiendas de venta de productos electrónicos -desde las de Apple a las de venta de ordenadores personales de toda la vida, como Radioshack, BestBuy y Conns-, de comida orgánica -Whole Foods-, supermercados de los de siempre -Kroger, Wal-Mart, Target, Costco-, y así sucesivamente. Todas analizadas en la semana clave, en la que EEUU celebra el Día de Acción de Gracias y después el Black Friday, la jornada de las rebajas locas, que se llama así porque tradicionalmente era el día en el que las tiendas dejaban los números rojos y empezaban a ganar dinero.
Los resultados: catastróficos. O los estadounidenses habían decidido compartir el coche para ir a comprar, o se habían quedado en casa delante del ordenador o del teléfono móvil comprando en Amazon. Orbital Insight y JP Morgan revelaban que el número de vehículos aparcados en las tiendas se estaba desplomando. Aunque el banco aconsejaba a sus clientes prudencia y "no depender en exceso" de esta nueva herramienta, había una conclusión clara: el gran sector minorista en EEUU, concentrado en torno a cadenas que normalmente se agrupan en centros comerciales, va hacia abajo y sin frenos.
Así lo han demostrado los hechos desde ese 9 de diciembre. El 10 de marzo, Radioshack se declaraba en suspensión de pagos. Es la segunda vez en dos años y medio que la que en 1998 era la mayor cadena de tiendas de electrónica del mundo tiene que reestructurar su deuda. El futuro de Radioshack parece hoy peligrosamente similar al de su rival Circuit City, víctima de las ventas online de productos electrónicos, que cerró definitivamente en 2009.
Pero el golpe más sonoro llegó el 21 de marzo. Ese día, la cadena de grandes superficies Sears anunciaba que tenía "dudas considerables" de "continuar siendo un negocio viable" dentro de 12 meses.
Es difícil hacerse a la idea de lo que significa para EEUU que Sears pueda desaparecer. El que durante 25 años fue el edificio más alto del mundo, en Chicago, tomaba su nombre: la Torre Sears. Era sólo un reflejo más de la que durante tres décadas fue la mayor cadena de grandes superficies del mundo, y que todavía en 1995 era la novena mayor empresa de EEUU. Su declive -y posible extinción- es sólo la última señal de la transformación del panorama de las ventas al por menor de la primera economía mundial, y, con ellas, de la desaparición de lo que durante casi cinco décadas fue uno de los iconos de la economía y la sociedad estadounidense: el centro comercial.
Al centro comercial se iba a todo. De hecho, cuando los adolescentes entraban en edad de salir con amigos, los padres los dejaban en el centro comercial. Era el sitio ideal para comer, ir al cine, y gastar, en un entorno controlado, con gente y guardias de seguridad. El mall como se le llama en EEUU, era un símbolo del país. A su alrededor se estructuraba la vida social en los suburbios. Vivir en una zona con un buen centro comercial en el que hubiera tiendas caras y restaurantes de calidad no sólo era motivo de orgullo, sino que también elevaba el precio de los activos inmobiliarios del área. Entre 1956 y 2005, EEUU construyó 1.500 malls. Entonces, sobrevino el colapso. Hoy quedan unos 1.100. En diez años, habrá 800.
La razón de este declive imparable viene en buena medida resumida en la anécdota de cómo JP Morgan usa los datos de Orbital Insight: la tecnología. Simplemente, EEUU construyó demasiados centros comerciales. Según la empresa proveedora de información financiera Cowen Group, EEUU tiene un ratio de superficie de centros comerciales por habitante 7 veces mayor que el de Italia, y 10 veces que el de Alemania. Y las operaciones de todos son, en general, idénticas: una empresa gestiona la propiedad inmobiliaria, ayudada por un sistema de exenciones fiscales que hace que los dividendos que reciben sus accionistas estén virtualmente libres de impuestos, y alquila las propiedades a cadenas y a pequeños comerciantes que en gran medida venden a crédito a sus clientes. Súmese a ello el hecho de que, desde la década de los 50 hasta finales de la de los 90 (los años dorados de estos centros comerciales) el centro de las ciudades se convirtió en pasto de bandas de delincuentes y la gente -y, sobre todo, la clase media, o sea, los blancos- se fue a vivir a las afueras.
Era un sistema perfecto hasta que estalló. Primero llegó Amazon con sus ventas online, que amenaza directamente a la que a día de hoy es la mayor empresa de la Tierra por facturación: Wal-Mart. Después, la crisis de las hipotecas basura. El colapso de la economía provocó una oleada de suspensiones de pagos personales y un brutal aumento de la pobreza, seguidos por una recuperación marcada por la moderación salarial que ha hecho que el consumidor se lo piense mucho antes de cargar con deudas su tarjeta de crédito. Los comercios de los centros comerciales, así, se vieron golpeados por la huida de sus clientes, primero, y el empobrecimientos de éstos, después.
Por si eso no bastara, los estadounidenses -al menos, en las ciudades- se están europeizando. La generación más joven y urbana no compra coches, y cada día valoran más la accesibilidad a las tiendas. Los restaurantes son un sector al alza y, por definición, en un centro comercial no se pueden encontrar buenos sitios para comer. Y el ocio también está cambiando, como demuestra que la ocupación hotelera en EEUU esté batiendo récords en 2017, a pesar de que el número de turistas extranjeros se está reduciendo por las políticas inmigratorias de Donald Trump. Eso sólo significa una cosa: la gente viaja más. Y no va al mall.
Todo eso ha significado una hecatombe para los centros comerciales. Sus tiendas tenían márgenes muy bajos -lo que es típico del comercio minorista- y, por tanto, su capacidad para sobrevivir a esta transformación era muy limitada. A eso se suma un mercado laboral que roza el pleno empleo, lo que aumenta los costes laborales. Y, desde luego, cuando se ven los datos de satélite de Orbital Insight y JP Morgan. El declive imparable del centro comercial está escrito en las estrellas.