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  Por el libro
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21 de septiembre de 2009

Primera Hora

Ana nunca ha tenido una vida de gran abundancia material, pero ahora, a los 53 años, ni siquiera tiene dinero para lavar ropa. Hace unos meses está sin trabajo. La cuenta bancaria está en cero y debe el agua y la luz. Le ha costado reconocerlo, pero ya está clara en que es pobre.

"Me causaba duda porque me consideraba de una clase trabajadora y me sentía muy afortunada y no me sentía de clase pobre", confesó la mujer, quien vio cómo sus horas de trabajo en un museo se redujeron de 30 a 20 hasta llegar a 10. Con los $70 que cobraba quincenalmente, pagaba el almuerzo y las dos guaguas públicas para llegar al trabajo.

"Me quebré", declaró sobre la reducción de ingresos que la obligó a pedir la cesantía para poder solicitar la compensación por desempleo.

"El dinero del desempleo lo uso para pagar mis deudas básicas, pero igual no me alcanza", admitió.

Para garantizarse un techo acudió a la Sección 8 de vivienda pública y, por primera vez, solicitó asistencia nutricional.

"Los 22 de cada mes los recibo y ya el 15 se me acaba la compra; y voy a los supermercados más baratos", contó sobre sus intentos de estirar el dólar lo más que puede.

Sin necesariamente pasar hambre, Ana ha tenido que reducir a dos las tres comidas del día. Obviamente, como come fuera.

"Como ha pasado con mucha gente, uso y reuso todo lo que hay en la nevera y en los gabinetes. Trato de no perder nada", contó la mujer con bachillerato en pedagogía.

La dieta ha tenido que ajustarla. En ese renglón es donde más ha notado la escasez.

"Si uno siempre ha tenido la inclinación de tener una alimentación saludable, más lo nota", dijo sobre su preferencia por comprar alimentos no perecederos, como papas y frutas.

"Esta mañana estaba pensando en tanto que me gustan los tostones y los he tenido que eliminar porque están caros y no tengo el presupuesto para comprarlos", dijo.

A pesar de que ha recibido apoyo familiar, el respaldo "no ha podido ser grande porque todos estamos en el mismo barco".

De los pequeños lujos que se daba y que ya no tiene Ana, extraña acudir a actividades culturales y arreglarse el cabello.

"Yo nunca había pasado por esto, y estamos hablando de lo básico. Olvídate de las cremas de cara, olvídate de ropa, zapatos y carteras. Estoy usando lo mismo", confesó.

"Me afecta porque uno funciona dentro de una sociedad que tiene unas exigencias, pero uno establece nuevas prioridades", agregó.

Ana no tiene carro ni Internet. Tampoco va al cine.

"Ya quité hasta el teléfono residencial. Ya no tengo más nada para cortar", relató.

"He tenido periodos de desempleo, pero periodos cortos. Es mi primera experiencia con una limitación tan grande de ingresos económicos", lamentó, al tiempo que aseguró que su tendencia es a fortalecerse.

Es precisamente esa resistencia la que la mantiene ecuánime aun cuando podría ser expulsada de su residencia.

"Tengo una deuda con la renta y estoy amenazada de radicarme un cargo que llevaría a un proceso de expulsión. Pero eso no va a llegar", confió.

Durante año y medio tuvo el ingreso proveniente de 30 horas de trabajo. Las deudas respondían a esa entrada económica. "Cuando las horas fueron bajando lo poquito que recibía tenía que dividirlo entre todo y la deuda se fue acumulando. No puedo pagar la luz completa. Hago pagos", observó sobre su nueva manera de afrontar los gastos.

"He tenido que hacer todo un ajuste en mi vida", reiteró convencida de que tiene que aguantar.